13.1.06


AL TRASLUZ

Él dice que lo tiene todo merecido porque aceptó vivir”.
Gastón Baquero

Al monaguillo le gustaban, sobre todo, las bodas. Todo el mundo estaba contento, y al final recibía una buena propina para golosinas.


Se ocultó tras un muro partido de un edificio en ruinas. Hacía frío y se oía la pesadumbre del ladrido solitario de perros en fincas desconocidas. Era un joven furtivo, que temblaba de pies a cabeza. Era un fugitivo perdido, que buscaba a tientas.


Siempre los domingos, después de misa, se iba corriendo a la tienda de la tía Ramona. Allí compraba soldaditos de plástico y unas gominolas muy dulces. Regresaba a su casa canturreando distraídamente, y soñando batallas y hazañas de cine.


Apenas puede remangarse. Tiene convulsiones y un sudor frío perla su frente. Está asustado de su soledad, y se impacienta. Su rostro está crispado. Sus ojos enrojecidos de fiebre y de espanto.


Don Julián le dejaba ayudarlo a regar su jardín. Se encantaba mojando la hiedra de la pared y contemplando luego gotear el agua que caía muy despacio, resbalando de hoja en hoja. Se embriagaba con el olor a tierra húmeda y saciada. Después se iba a tocar las campanas. Se colgaba de la cuerda de la torre y subía y bajaba con ella como el Tarzán de las películas de sobremesa.


Siente retortijones en el estómago. Hoy no ha comido. Se encoge sobre sí mismo y aprieta los dientes. Se tensa la goma en el brazo y prepara a ciegas la jeringuilla. Cuando concluye alza la cabeza y observa con asombro un firmamento estrellado, de cristal. Un avión parpadea su estela de silencio.


Pero lo más bonito era la Navidad. Entonces la iglesia se alborozaba de villancicos, y el monaguillo disfrutaba sin cansarse viendo a los humildes pastores y a los arrogantes centuriones del Nacimiento. Hasta había un ángel que se aparecía con una luz muy blanca. Era un niño inquieto, con unos ojos negros; muy abiertos.


Por último se hinca su dosis nocturna. Un latigazo lo estremece y aletarga al instante. La oscuridad se ha amanecido. Sus negros ojos se dilatan y acto seguido se cierran al olvido. Lentamente se acurruca en el suelo y su corazón se quiebra de golpe. Ve a un niño que ríe mientras sube a lo alto del campanario. Es feliz: han vuelto las cigüeñas.


Este relato que me envió Ángel, el desangelado, el antropoloco, el paciente.

Ángel de Toledo, cerca de Talavera, dónde nació mi abuelito.

1 comentario:

Anónimo dijo...